miércoles, 29 de junio de 2011

Presa de Hospital

(Ejercicio para el Taller de Escritura Literaria con el Maestro Eliseo Carranza Guerra)
En el aire había cloro, sangre y alcohol: olía a hospital. Un hombre con uniforme militar, esperaba. Se abrió la puerta. Entró un médico con una enfermera. Empujaban una cama. En ella, un joven yacía medio consciente. Lo acercaron al militar y colgaron el suero. La enfermera salió. El joven no se movía. Su mirada paseaba por el cuarto, deteniéndose, débil y confundida, en las otras dos personas presentes: El militar ojeaba una libreta, el médico sólo parecía esperar.
—Tiene aproximadamente treinta años —dijo el de la bata blanca—. Lo admitieron por una contractura. Nadie lo acompañaba. Le estamos dando morfina. Éstas son todas sus cosas—le presentó una bolsa de plástico.—Se llama…
—No me interesa su nombre—. Interrumpió el militar. Clavó la vista en el joven y dijo: —Vamos a repasar tu historia. Justo antes de rendirte, las balas corrían tras de ti, en zigzag. Tan sólo seguían de cerca tus pasos: tú corrías en zigzag, como te enseñaron en la academia.
—¿Enaj…demia?— salió de la boca del joven. —¿Cuaj…demia?— Con cada palabra perdía el aliento. Jadeaba.
—El efecto es tardado, Coronel—, dijo el hombre de blanco.
Sin mostrar interés, el militar continuó:
— Antes aún de esa carrera, tus huellas se rellenaban de plomo, pues las balas arreciaron cuando, dejando tu escondite, decidiste volver a correr. Tu determinación fue tu sentencia. Desconcertante, muchacho— dijo mientras sacaba una credencial de su bolsillo. —o más bien: Jaime,—dijo leyendo el documento— Jaime Pozas de treinta y tres años—Tomó un saco de la bolsa de plástico, encontró una cartera, la examinó y extrajo otra credencial. La intercambió por la suya y devolvió la billetera—. No eres el primer ex policía corrupto, Jaime. Ya te andábamos buscando.
El hombre de la cama tensó los dedos, abrió los ojos con pánico. Su respiración era vertiginosa. Emitió un leve gemido.
—Por otro lado—siguió con tranquilidad—, no te deshiciste de la pistola, como todo un oficial,  ¿eh? Aunque tuvieras miedo. Incluso sabiendo de antemano que el arma estaba vacía. La habías inspeccionado justo antes, tras tu intento fallido de disparar: sí, tuviste toda la intención de disparar, pinche Jaimito. —mostró una sonrisa de satisfacción. Sacó un arma, la limpió con las sábanas, la puso bajo los dedos del joven y, con paciencia, la guardó en una bolsa de plástico.
Los ojos del joven eran de niebla, iban de lado a lado, erráticos, sin parpadear. Sus pupilas eran casi invisibles. El médico se acercó y ajustó el goteo del suero.
—Necesitamos adornar la historia—murmuró el Coronel mientras, rodeando el pie de la cama, acariciaba las sábanas. Guardaba silencio. Se detuvo frente a un modelo de anatomía. —Algo para tu declaración. ¡La estatua!—sus ojos celestes se iluminaron— Recuerdas la mano, le faltaba un dedo. Era una mano de mármol. Viste cómo saltó de la figura, bajo las balas. Sí. Allí te habías refugiado: ¡es perfecto! Antes de refugiarte, corrías. Las balas habían llenado tus huellas, tal como antes habían hecho volar trozos de acera, asfalto y hierba. Esto fue después que miraste hacía atrás, pues sentías que te seguían. Claro, lo pensaste cuando ya habías cruzado la calle corriendo, con dirección al parque.
La respiración del hombre en la cama era más larga. Sus ojos estaban casi cerrados. Sus dedos temblaban, vibraban de manera casi imperceptible. Sus uñas se pintaban de azul. El de bata blanca salió del cuarto y regresó con la enfermera. —el Lorazepam, Doctor—, dijo ella, mostrando una jeringa. Él asintió y la mujer inyectó el contenido en la línea intravenosa del paciente. Cuando salió, el militar habló de nuevo:
—¿Con eso le va a borrar la memoria?
—Le provocaremos amnesia anterógrada. No podrá formar nuevas memorias.
—¿Pero se va acordar de antes?
—Le vamos a joder el cerebro. Además, cuando se necesite, lo ponemos a modo con morfina.
             La sonrisa volvió al uniformado.
—Bien, muy bien. Entonces corriste—, dijo mirando al joven, pero al notar que estaba inconsciente, hizo una pausa, se llevó la mano al pecho y, con claro cinismo, se dirigió al doctor—Entonces corrió al parque. Uno de sus cómplices —parecía saborear la palabra— había llegado a tientas, como ciego, hasta la puerta del edificio. Iba herido. Ese se murió adentro. Se habían separado cuando empezaron a disparar los soldados. Se dieron cuenta cuando las balas les llegaron por detrás. El cieguito había perdido sus lentes. Segundos antes, lo había alcanzado una bala. Para entonces, el primero ya había caído muerto. Cayó tras que retrocedieron los guardianes de la puerta. Habían bajado los últimos dos hombres del carro, éste —dijo señalando al joven—entre ellos. Uno antes que ellos: el cieguito, y otro antes que él: el muerto. Poco antes, el auto se había detenido junto a la calle Egido. Al parecer venía del sur, por la avenida Parcelas…
—¿Señor?— interrumpió el hombre de blanco.
El militar calló. Volvió la cara y sus ojos ardieron: 
—¿Sí?—.
— ¿Perdone pero, y si me hacen preguntas?
—¿preguntas? ¿que si le hacen…? Pues claro que le van a hacer preguntas.  Usted sólo sabe que este joven llegó herido. Lo trajo la policía. Usted no sabe nada más. El hospital le asignó el caso. ¿Entiende?
—Sí, Coronel. Y… ¿si vienen a preguntar por el joven?— bajó el volumen de su voz.
—Si preguntan por él, usted no sabe quién es. Es más, no sabe ni su nombre. ¿Y sabe porqué? ¡Porque ese se lo pongo yo! —su voz mostraba excitación.— Yo decido quién es este pobre güey: es la única captura del operativo, es el único que no murió. Y como ninguno se nos peló, éste es mío. Este es Jaime Pozas, porque es el que había que agarrar. Yo le doy a la gente lo que quiere: una cara moreteada en la tele, un delincuente esposado, un punto más al equipo de casa. Ya verá: unas fotos de éste, rodeado de armas, y me dan otra medalla. ¡Ah que mi doctor! ¿si me preguntan…? No mame.
El hombre de blanco tomaba el pulso del joven.
— Si no le molesta, lo voy a llevar a que le pongan oxígeno. No se vaya a morir.
—Ándele, pero me lo trae enseguida. Le hacen falta unos golpes: no lo vaya a ver su mami en la tele.
El médico puso el suero en la cama, movió un pedal, y ésta rodó. Abrió la puerta, sacó al joven, y antes de cerrar dijo:
—Será solo un momento, mi Teniente Coronel.
Al militar se le helaron las venas. Se acercó veloz a la salida. Levantó la voz:
—¿Cómo sabe que soy Ten…— Un click le hizo lanzarse contra la puerta. Era tarde: estaba cerrada por fuera.
El hombre de la bata, casi corriendo, empujó la cama por un pasillo y, sin detenerse, a través de unas puertas.
—Aguanta, Luis— decía.
La enfermera que le asistiera antes, se acercó, lo detuvo y, con un ademán, le indicó que se alejara. Revisó los signos vitales del joven. Sacó una jeringa y lo inyectó de nuevo.
—Es la segunda dosis de Naloxona.—dijo— La morfina debe ceder muy pronto.
—¿Naloxona?
—El antídoto para la morfina. ¿a poco cree que le puse Lorazepam, oficial?—Levantó la cara—¡Que lo pongan en observación!—dijo en voz alta y dos hombres empujaron la cama, llevándose al joven.
—¿Segura que va a estar bien?—preguntó el hombre de blanco.
—¡Detective!—los abordó un uniformado. —¿Qué pasa? ¿Dónde está el Coronel?
—Casi se me olvida—dijo el hombre de blanco, mientras sacaba una grabadora de su bolsillo—. Echó toda la sopa. Está encerrado en el cuarto: yo aquí termino.
El uniformado tomó la grabadora y se alejó veloz.
—Lo están esperando en la sala de médicos. —alcanzó a decir.
            El hombre se quito la bata y dirigió la vista a la enfermera.
—Entonces, Doctora ¿Luis va a estar bien?
—No se preocupe, oficial, en menos de una hora, tiene a su compañero de vuelta. 

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