miércoles, 29 de junio de 2011

Nadie Entre a Esta Casa

(escrito producido en el taller de literatura con el maestro Eliseo Carranza)
Nadie entre a esta casa. Hay horrores ocultos. Verdades que nunca debemos buscar. Más nos valdría morir al instante, antes de verlas u oírlas. Daría mis ojos por no haber viajado, por no haberlo vivido, por haber muerto sin padre ni herencia.
A mis 32 años, un abogado francés me visitó. Me informó que aquel minero de San Luis, el esposo de mi madre, no era mi padre. Mi padre era un tal Guillaume de Lemenez, quien había pagado todos mis estudios y que, al parecer, había caído en la Revolución. Pasados los años, se le declaró muerto, se abrió su testamento, y por desgracia, apareció mi nombre. “Una casa vieja en Real de Catorce”. He pasado mi vida huyendo de ahí, de mi pasado. De inmediato la vendí. Aún sin conflicto armado, fue difícil. La compraron unos americanos. Firmamos contratos, acordamos los pagos, y seguí con mi vida sin pasado, sin San Luis.
Un día de desgracia, trajeron un telegrama para mi. Era de un gestor en Real de Catorce.“Yankis Molestos. Días sin verlos. Posible negativa de pago. Urge Presencia.”
El día siguiente abordé el ferrocarril. Al entrar en el vagón, rodeado de cuerpos untados de hedor, regresé a la soledad de mi niñez, cuando viajé por primera vez en tren. Recordé la tristeza y el pánico, el profundo vacío que me embargó, y la eterna angustia al decir “adiós mamá”. Yo quería quedarme siempre a su lado, no me interesaba estudiar, no entendía la necesidad. Todo lo podía aprender de ella. Al saberme lejos de su protección, me sentí tan débil que, sólo me quedó fuerza para llorar. Han pasado casi veintitrés años, y hoy aun me siento igual.
El tren suavizó la marcha y se sumergió en la noche. La pesadez de mis ojos me venció. Los horrendos avisos que entonces vi, por desgracia no los supe descifrar. Caminaba por un túnel angosto, que parecía ir descendiendo. Ignoraba a dónde me dirigía, el final estaba ahogado en tinieblas. Sólo sentía de pronto, intermitente, una exhalación de calor, como si respirase, al final de mi túnel, el mismo infierno. Hasta ese momento no había notado que había cuadros en la pared. Eran pinturas de muchos colores. Reconocí el arte huichol. Me detuve a analizarlo. Decenas de círculos concéntricos, al centro un figura. Sus tres bocas emergían del tronco, rígidas y amorfas. Siete ojos parecían observarme, amenazadores. El aire se hizo denso y un sonido acompañó a la exhalación. Era una sola nota, plana y aguda, como un silbido inseguro bajo el agua. De pronto, ya no caminaba hacia la oscuridad, sino hacia la figura que, moviendo sus bocas, escupía un calor sofocante. El silbido se convirtió en un chillido, y me sentí morir dentro de mi cuerpo. No debía avanzar más, pero no había manera de parar. Una de las bocas se abrió, yo esperé ver el infierno ahí dentro. No pude ocultar los ojos. Lo que vi no era el infierno, era Real de Catorce que, envuelto en llamas exigía mi alma. Perdí el paso y caí al vacío sin gritar.
No grité en mi sueño, pero juzgando por las miradas de todos, algo dije mientras dormía. No había nadie sentado cerca de mi, y el silencio era el de un juicio ahogado. Me incorporé y miré por la ventana. Sequé el sudor de mi frente, deseando que el tren se detuviera. Además del miedo que aún pesaba, me sentía rechazado, solo.
Un hombre de ojos grises se puso en pié. Bufó como quien demuestra su valor y se sentó cerca de mí.
—¿Es usté de por acá?
—No.—dije, y un suspiro colectivo nos rodeó.—Aunque sí nací en San Luis— Esas palabras helaron el aire.
El hombre, con gravedad en la voz, me explicó que eran mineros; que viajaban de regreso al Potosí, y que dejaron real de Catorce hace años, cuando cerraron las minas por miedo a la revolución. Desde entonces, viajaban a la capital para manifestarse en cada aniversario.
—Mientras dormía, dijo usted un nombre que nos es familiar: Lemenez.
—Es el apellido de mi padre.—dije extrañado, pues no recordaba haber soñado con él.— voy a Real de Catorce a ver su casa. Mi herencia—seguí con falso orgullo.
Se cortó su respiración. Me miro sin parpadear, puso su mano sobre mi antebrazo, y se alejó sin decir más. Traté de detenerlo, pero el silbato aplastó mi voz y un jaloneo me mantuvo sentado. El tren llegaba a San Luis. Cuando descendí, escuché a otros mineros que decían: “pobre muchacho, Dios lo proteja”; “es la casa del demonio” y otras cosas más terribles, que no he podido olvidar.
Un camión me llevó a Real de Catorce. Fue un alivio viajar sólo. En pocas horas llegamos a un túnel. Sólo verlo me hizo temblar. Cerré la cortina de mi ventana y sentí el terror a lo desconocido, o tal vez a lo soñado. Avanzamos sin prisa. Creo que, al pié del túnel, dejé mi cordura.
Al salir del transporte, me encontré con Jacinto, el joven que me envió aquel telegrama. Vestía ropa común, pero su cara delataba su ascendencia. Su sangre de huichol. Me saludó y me ofreció algo de comer. Yo dije que quería ver la casa.
—Debo volver a México temprano.
—Pero no nos puede agarrar la noche.—temblaba su voz— Esa casa está maldita.—Dicen que su padre no salió vivo, ni muerto de ahí. Lo mismo se rumora de los yankis, los que le compraron a usted. Algo los devoró ahí.
—Llévame hasta la casa. No digas tonterías.—ordené frío y ocultando el miedo.
Caminamos por las calles de piedra, entre polvo y silencio. El sol de la tarde pintaba todo. Al verme ante a la casa de mi padre, la escena me horrorizó. Era mi sueño. Los rayos solares pintaban fuego, y el calor del viento erizaba la piel. Tenía que ser sugestión, una mera casualidad. No me imaginaba el terror por venir.
Me acerqué a la puerta y tomé el cerrojo. Detrás de mí respiraba Jacinto. Abrí y entré sin pensar demasiado. Estábamos en un salón, nos rodeaban tres puertas y siete columnas de piedra. Las paredes no tenían decoración y, tras las ventanas, se extinguía el último rayo del Sol.
Avancé hasta la puerta más cercana, la que estaba a mi derecha, y la empujé con seguridad. Me encontré con otro cuarto vacío, éste un poco más pequeño y oscuro, pues no tenía ventanas. Jacinto respiraba detrás de mí. Su aliento era fétido y muy molesto. Me volví para salir y alejarme. Jacinto no estaba allí.
Seguía sintiendo el aliento en mi cuello. Me forcé a no voltear, regresé al salón y noté algo raro. La puerta del centro estaba entreabierta. Detrás escuché la voz de Jacinto, así que me dí paso a la habitación. Estaba vacía, pero al otro extremo iniciaba un corredor.  Escuché un grito lejano. “Jacinto”, pensé y me adentré al corredor. Salí a un patio con una estatua al centro. La luna le iluminaba el contorno. Era una figura humana, pero sus dedos eran alargados, y en lugar de piernas, tenía gruesas raíces, como un vegetal. Escuché de nuevo una voz, y noté a Jacinto postrado. Tenía la cara oculta contra el suelo, las manos sobre la nuca, y murmuraba algo con insistencia “Tauyupá, Tauyupá”. Al escuchar mis pasos, volvió la cara hacia mí. A pesar de que su cara era normal, algo no estaba bien. Parecía tener demasiados dientes, quizás le sobraba algún ojo. Sonreía, aunque su mirada reflejaba horror. Apuntó con un dedo, guiándome hacia el otro lado del patio y, sonriendo, bajó la cara hasta el suelo. No sé por qué continué.
Me adentré en aquella habitación. Era una sala redonda, con una fosa al fondo. De la pared más lejana, pendía un enorme cuadro. Otra vez los círculos concéntricos, pero ahora con una inscripción al centro. “Invocatio ad Portas Inferi. Summo Sacerdos Lemenez”. No era una obra indígena, pues el escrito estaba en latín. Era una marca ritual de mi padre. Apenas mi mente intentaba entender, cuando un chillido surgió de la fosa, cimbró la casa, y se convirtió en un silbido profundo, cada vez más cercano. De pronto, escuché un aleteo bajo la fosa. Mis piernas robaron toda mi sangre, dejando mi cabeza confundida. Corrí atravesando patio, pasillo y sala. Algo seguía respirando sobre mí. Antes de alcanzar la puerta de entrada, perdí el paso y caí al suelo. El sonido iba creciendo. Por instinto volví la vista hacia atrás. Lo que vi atravesando aquella puerta, entre uñas y lodo, tenía que ser mi muerte o algo peor. El silbido rasgaba mis oídos y yo gemía como becerro. Vi lo que nadie debe ver, escuché lo que no debía escuchar.
Nadie entre a esta casa. 

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