miércoles, 29 de junio de 2011

Nacimiento y Muerte: Lolo el Payaso

(texto producido para el taller de escritura literaria con el maestro Eliseo Carranza)
Soy Lolo, el gran Payaso Lolo. Este es mi diario, mi acta de nacimiento y mi confesión. Mientras escribo, Pedro Macías agoniza. Por años yo fui solo su huésped, subversivo inquilino de su cuerpo. Ausente primero, de apariciones esporádicas después, el circo fue mi pila bautismal, mi unción. Frente al espejo, Pedro no se maquillaba, me invocaba y yo lo poseía. Cada función, rumbo a la pista no caminaba Pedro, sino yo. Ahí, bajo la gran carpa, fui siempre Lolo. Conductor de la orquesta más sublime, a mi señal vibraban emociones, resonaban sentimientos. Cortaba el silencio y marcaba el compás, seduciendo el ritmo de los corazones. Con un ademán hinchaba la tensión. El aliento colectivo armonizaba. Sin esfuerzo conjuraba las risas, melodía que giraba en la carpa. Las forzaba in crescendo, a punto del caos y, por capricho, las enmudecía a voluntad. En mi silencio acariciaba entrañas, creando tensión. De pronto, un gesto y la nota final de carcajadas. La pista era trono y altar, la carpa era útero y mortaja. Mi salida era la salida de la magia, de la belleza del orden. Fuera de la pista volvía a mi callada y patética prisión. A Pedro Macías.
Así alternábamos. Lolo en el circo, Pedro en el mundo. Copropietarios en tiempo compartido, hasta el día en que llegó Julieta. La simple y estúpida Julieta. Ella y René se unieron al circo hace un año. Habían trabajado juntos por diez en el trapecio. La costumbre y el tedio fueron, sin duda, su marcha nupcial. En el trapecio y fuera de la carpa, eran igual: una coreografía estudiada, predecible y aburrida. Yo los observaba por horas, tras los ojos de Pedro, el pobre adolescente enamorado. Mientras él contemplaba el objeto del deseo, yo reconocía la relación plana, inarmónica y acéfala.
El tiempo permitió una serie de rituales entre Pedro y Julieta. La mirada en el comedor, la disculpa por la música de noche, el roce inocente al cambiar de acto, un “perdona” y un “descuida”. Verlos provocaba nausea. Eran dos náufragos en el mar de la casualidad. Esclavos de la rutina. Yo viví mareado aquel desorden, hasta que Pedro me obligó a defender mi vida. Era un lunes en la segunda función. Perdido en sus fantasías, Pedro olvidó maquillarse, se olvidó de mí por soñarse trapecio. Lo que vino fue instinto de supervivencia: alejar a Julieta.
Me declaré en rebeldía. Con uñas y dientes forcé mi presencia. Apagué la mirada en el comedor, cambié la disculpa por un gruñido y el roce por indiferencia. En un golpe, usurpé la vida de Pedro y boicoteé los rituales. Estaba en control. La confusión de Julieta era evidente. Yo me sentía artífice del fracaso, hasta que sucedió. Al terminar su acto, una noche cualquiera, ella alteró el ritual. No hubo roce. Se detuvo frente a mí y acariciando mi hombro, me dijo “suerte, Pedro”. Entre hielo comprendí. Mi rechazo hacía a Pedro irresistible. Esa noche mi acto fue catártico. Narcotizado con los humos del poder, hice temblar las entrañas del público. Retorcí las risas en llanto y el llanto en alaridos. Dejé las butacas jadeantes, ultrajadas y felices. Satisfechas de ser mías, como Julieta.
 Mi obsesión se desbordó. Con fuego herí a Julieta. En fuego la hacía mía. Me hice adicto al control, a ser su titiritero. Pedro se desvanecía. Julieta se consumía. Yo me glorificaba. Le ofrecí el caos sublime de mi orden, en lugar del orden primitivo de René. Su mundo dejó de importar. Su mundo le empezó a estorbar.
Hace dos días que Julieta dio muerte a su marido.  Cuando corrió a mis brazos, Pedro la tomó de las manos y la miraba fijo sin decir nada. Estaba paralizado. Entonces apreté su cara con fuerza, acerqué mi boca a sus labios y, sin expresión alguna, le dije que me esperara afuera. Tomé mi maquillaje y las llaves del auto. Pedro abrió la puerta y la llamó. Antes de que entrara, yo salí con paso firme.
Pedro quiso vomitar cuando vimos a René. La escena era teatral, restando a la estupidez de Julieta. Su marido yacía inerte. En su cuello, un látigo de domador. Aún no entiendo cómo lo pudo someter. El corazón de Pedro se aceleraba de miedo, el mío, de satisfacción. Apagué la luz y corrimos al coche, ella se sentó a mi lado y me dijo tragando lágrimas: “Vámonos Pedro, ahora somos solo tu y yo”. Tomé la carretera. Pronto seré yo y sólo yo.
Tengo el aliento cuajado de emoción. El vaivén de mis años llega a su punto más alto. Los días agrios de la niñez, las noches sofocantes de mi juventud, la grandeza de mi presencia bajo la carpa del circo, todo resurge hoy en un clímax armónico y pesado. Veo emerger el desenlace de la historia de Pedro Macías y el triunfo de Lolo, el gran payaso Lolo. Hoy muero como Pedro y surjo como un fénix, revestido de fuerza y control.
La humedad de este cuarto de hotel hace palpable la tensión. Apenas se cerró la puerta detrás de Julieta, tomé el maquillaje y cubrí mis facciones con el gesto apacible y violento de Lolo. El poder que emana de esta presencia es embriagante, envolvente, seductor. Ya no soy Pedro, soy Lolo, y tan pronto Julieta regrese, la voy a matar. Hágase mi voluntad.

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