martes, 10 de julio de 2012

La Belleza


Al borde del precipicio, donde van los sueños que han de morir al alba, un caracol incompleto contemplaba una flor. Su camino había sido arduo. Arrastrarse le restaba vida y, sin embargo, se sentía más ligero que nunca. Su final era su presente. La esperanza se tornaba en resignación.
            Abrió la mente muchos roces atrás, cuando el tiempo era largo y el clima ligero. Al nacer,  degustó su mundo, y lo vio con amor. Sorber la belleza fue vicio; viciado encontró que su sed era eterna. Expectante avanzó, buscando el bien que le hacía miserable. Acechando, desgranando y absorbiendo, decidió que todo era generación. “Todo deviene, nada es espontáneo, existe la fuente y es ahí donde tengo que beber”. Masticó el verde bajo sus pies.
            Distraído se definió y olvidó mirarse. Fue caracol por decisión y optó por arrastrar. (Otros caracoles, prefieren empujar). Inició su vida, para buscarla. Cruzó el valle, el único. Conocer un extremo, le aseguraba maravillas en el opuesto. Se equivocaba y eso le otorgaba la razón.
            Un día, cansado, dejo de sorber belleza. La que le rodeaba era ínfima y vana, frente a aquella que esperaba. Fue infeliz. “¡El desierto!” clamaba, mientras armaba historias con barro seco en su interior. Primero, fue la prueba que lo haría digno; luego, el crisol que lo transformaría; al final, un puñal bendito que mataría su soberbia.
            Rodeado de vida y luz, sus espinas le hicieron luchar. Su andar fue pesado, improbable, imposible. Cerró los ojos y encontró su vacío. Lo contempló con odio, luego con miedo, pero muy pronto lo supo suyo. Lo abrazó. Por primera vez se sintió completo; triste e imperfectamente completo. Trepó un poco. Tejió de letanías su mortaja y se aisló.
            De nuevo, el alba. ¿qué es el alba, si no resurrección?
            Asimilado el vacío, abrió los ojos. Dejó el exilio y descendió sin prisa. Reconoció la belleza y se sintió fuerte. Un aroma nuevo lo golpeó. Aclaró la vista y supo que había llegado: el precipicio. Asomó la cabeza.
            La flor, rodeada de nada, reinaba perfecta. Era el final del valle. Estaba al borde de su vida. Ahora era uno, ligero y decidido. Su camino había instruido la mente; el descanso, había nutrido su alma. Pero la agonía de la esperanza era inminente. El deseo de ser uno con aquello, era invitación a caer. ¿Podía ser tan cínica su existencia? Su mente presentaba dos caminos: la resignación del alma contemplativa o el sacrificio del espíritu redentor. Sintió la fuerza para ser cualquiera, la dignidad de quien puede elegir.
            La solemnidad alargó los respiros. Un caracol imperfecto contemplaba una flor. Saltó.
            El instinto lo sacudió. Extendió sus alas y, sin esfuerzo, se posó junto a ella. Era el río que logra ser mar. Era momento de ser uno con la belleza. Su mente revoloteaba. Los pétalos blancos subieron y bajaron. La brisa que nació del movimiento, lo envolvió. Con un giro, la flor fue mariposa y, antes de dejarlo suspirar, se alejó.
            Al borde de un precipicio, donde se colocan los sueños que han de morir al alba, una mariposa blanca fue la nueva flor, la fuente de belleza que hizo principio del final, la que buscando, se encontró.

Ocaso, Cena y Familia


Desde dentro me contemplo anhelando entrar.
Perfecto, inacabado,
ausente, sin paciencia.
Paciente en esta ausencia.
Solo. Cautivo y exiliado, me abruma tanta voz.
Siento pánico y me siento.
Sobre el plato, la amargura de estrecharse y no tocar;
la caricia en carne viva
que me mata,
que desata,
que me duele en el recuerdo.
Soy infierno: la creatura rechazada del creador.
Y no soy.
Al final tampoco estoy.
Desde fuera me contemplo y quiero huir.
Imperfecto y acabado,
impaciente de esta ausencia.
Acorralado en el silencio
cubierto de saliva me levanto.
Sobre el plato, mi desprecio y tantas ganas de no estar.
Soy infierno: la creatura que amenaza a su creador.
Soy vergüenza.
Soy conciencia.
Soy verdad. 

La Zona Seca


No perdí la razón. Mi delirio está asentado en la experiencia y, sin duda, en el terrible choque de ésta con mi formación científica. Perdí el alma y la esperanza. Fui testigo del brote del infierno; de la amenaza del más oscuro final.
A continuación, cito mi diario. Me remito a mí mismo, al racional;  al ignorante de la verdad. Al tranquilo, ciego y estúpido bicho condenado a ser aplastado. Quizás ese yo, que murió en Julio, logre hacerle entender a Usted que no estoy loco; que he abierto los ojos; que estoy podrido por dentro, pero lo que me pudre es la realidad, la fatídica y cruel realidad. Quizás en un resquicio de razón, pueda taladrar en su cráneo y embarrar, sobre ambos hemisferios, datos, imágenes y la advertencia de no acercarse a este lugar.

15 de Junio

“La escasez de información es decepcionante. A tres días de partir con rumbo a mi servicio social, sé sólo tres cosas de San Andrés Toctla: Primero, que será mi hogar por el siguiente año; segundo, que es sede de la "Unidad Auxiliar de Salud Los Maizales", plaza tipo C, que corresponde a una zona de difícil acceso; y tercero, que está cerca de un foco de atención para pseudocientíficos, periodistas chatarra y fanáticos de lo oculto: un lugar que llaman -La Zona Seca-. 
Es inconcebible la existencia de personas de tan baja calidad intelectual.”

16 de Junio 

“Acabo de leer un artículo de muy pobre redacción, sobre la Zona Seca. Lo anexo para no olvidar las supersticiones que rodean a mi hogar temporal.”
“La misteriosa Zona Seca
Todos sabemos que han llegado momentos sublimes e inauditos en la historia de la humanidad. Los Amui han logrado entrar en nuestra realidad y su presencia se siente constantemente. 
La Huasteca Potosina es un ejemplo vivo. Está reportado que en la zona vivía el Sr. Charles Morineau, su mujer y sus cuatro chiquitos. Claire Morineau, de 16 años, quedó embarazada. Todos los miembros de la familia, con excepción de Claire, se reportaron como desaparecidos en 1946. La niña fue encontrada sin vida en circunstancias poco claras dentro de la casa familiar.
Dentro de las entrevistas a los allegados a la desafortunada familia, hubo comentarios sobre apariciones dentro de la casa. “árboles que caminaban en los pasillos y atormentaban a las mujeres de la familia”. 
Los Amui lograron implantar algo en la pequeña. Dos meses mas tarde, la niña moría, toda su familia desapreció y ese “algo” ha terminado con toda la vida en el valle que llamamos la zona seca. 
El gobierno ha mantenido el secreto para no afectar el turismo el la zona, pero nosotros sabemos la verdad.
Algo crece bajo la tierra en la Huasteca. Los Amui han logrado el salto dimensional. 
Está llegando el momento.
C.Gomez”
P.S. Si alguien se atreve a visitar la zona, contáctenos.

“Tengo que conocer ese lugar.”

18 de Junio 

“Me arrepiento de haber tomado el camión. Mi celo por hacerme parte de la comunidad, ha demostrado ser contraproducente. La nausea no me deja escribir. Quizás un descanso me ayude.
Dejé la línea anterior hace una hora, aproximadamente. Dormí. La lectura del artículo aquel seguro se enredó en mi subconsciente y, en consecuencia, se entrometió en mis sueños: 
Me vi solo. Escuché una nota sostenida. A lo lejos, un río. El sonido, que ahora era melodía, lo hacía el agua chocando contra las piedras. Me sentí atraído y me dejé llevar. Sumergí las manos. El agua era densa y parecía introducirse por mis poros. Ante lo impredecible, sentí miedo y quise apartarme. Algo me lo impidió. El agua se tornó oscura. El pasto se secaba. Podía sentir el agua negra llenándome por dentro. La piel me apretaba. No podía respirar. Algo me jalaba. Mis hombros me dolían. El líquido negro me brotaba por los ojos. Intenté gritar.
Grité. 
Abrí los ojos y una docena de caras me observaban con terror. Todas saltando al ritmo del camión. 
Tomé mi diario y me puse a escribir. Creo que he tenido una prueba de la psicosis que, dadas las condiciones, puede generarse en torno a especulaciones esotéricas. Qué vergüenza.” 

19 de Junio

“Mi comitiva de recibimiento era un muchacho de nombre Jonás. Amable, reservado y con curiosidad científica. Creo que ahora tengo un ayudante.”

21 de Junio

“No puedo dormir. Es la segunda noche que me despierta un ave que canta a lo lejos: “Tíkeu, tíkeu, tíkeu”. El calor es insoportable.” 
23 de Junio

“Estoy cansado. Es de madrugada. Jonás estuvo limpiando el consultorio hasta tarde. Hace unos minutos, volvió el “Tikeu” del pájaro aquel y, al escucharlo, Jonás se disculpó y salió prácticamente corriendo. Alguna superstición que aún no conozco, obviamente.”

26 de Junio 

“Las jornadas en San Andrés son pesadas, densas y húmedas. El calor me obliga a pasar el día en la clínica, que a la vez es mi casa. La falta de sueño ha enrojecido mis ojos. 
He tenido pocos pacientes. A las consultas acuden con el remedio en mano, por lo general hierbas y granos de la región. Estoy tan cansado que, los escucho, y si no hay peligro, dejo que el efecto placebo haga lo suyo. 
Tíkeu, tíkeu, tíkeu…”

2 de Julio *Día del Temblor.

“Ayer terminé temprano. Me instalé en mi cama, dispuesto a leer. El ave era más insistente. En un momento, su necio cantito creció: tíkeu, tíkeu, ¡TÍKEU!. Juro que en ese momento la tierra se cimbró. No era un movimiento regular, sino más bien como una serie de olas que lo mecieron todo. La Huasteca no es zona sísmica y, por eso, no me extrañaron los gritos de pánico. 
Corrí hacia fuera y me encontré con una imagen surreal. La gente se arrastraba por el suelo, y cubiertos de tierra, gritaban lamentos en Huasteco. Un hombre mayor, jalando una vaca, cruzó la calle y, entre los gritos de todos, se alejó de San Andrés.
Entre la gente, reconocí a Jonás. Tras el lodo, su mirada era diferente. Parecía más viejo, casi anciano. Lo llamé.
Entramos a mi cuarto. Confieso que sentí algo de miedo. Todo esto me parece impredecible, incontrolable, ajeno.
Levanté algunos libros del suelo y acerqué una silla a mi cama. Jonás se sentó y me miró. Creo que estaba llorando. Volvió el tíkeu, tíkeu, tíkeu. Sus ojos crecieron y su boca se retorció en cientos de dientes. Mi pecho se heló.
Con la voz cortada y acuosa, me dijo que tenían que alimentar a Tlalzeotl, la diosa de la cosecha. “Hay un valle”, me dijo, “donde no crece nada, ni vive nada. Allí dicen que está”.
Le pregunté si alguien la había visto. Me dijo que no y, a continuación, me contó una historia que me erizó.
Dijo que hace muchos años, allí vivían unos franceses, que venían a excavar a Tamtoc. Que los niños veían árboles vivos y que una niña quedó “preñada del mismito demonio”. La diosa supuestamente los castigó. Todos murieron. Desde entonces la zona es infértil e inhabitable. En su opinión, es el diablo que ahí se quedó. Me aseguró que se oyen ruidos y, que animal que se mete, no sale. 
Le pedí que me llevara mañana. Tengo que demostrar que son tonterías. El pánico en sus ojos cuando se lo dije, me hizo dudar, pero al final de ofrecí quinientos pesos y, sin ganas, accedió.
Me duele la cabeza. Quisiera pensar que son supersticiones, explicaciones ignorantes de sucesos naturales. No lo sé. Escucho el tíkeu, tíkeu, tíkeu y me dan escalofríos. 
Quiero arrancarme los oídos. No sé si voy a dormir. Tengo que dormir. No me recuerdo sin ojeras. 
Estoy exhausto.”

No volví a escribir en mi diario. Hasta aquí, el yo ignorante y racional; el condenado a muerte; el insecto cobijado bajo la sombra del zapato.
Ahora, por primera vez, me atrevo a describir lo indescriptible.
Aquella noche no dormí. La mañana me encontró despierto, con la cabeza seca y la lengua derretida. No sentía miedo. La rigidez del cuello era premonición: mi Apocalipsis personal. 
Jonás me esperaba. Caminamos callados. Nos alejamos del pueblo y  me sorprendió que, al avanzar, la humedad se redujo; el paisaje perdió verdor y un aroma muy suave invadió el aire. Era cautivador e inquietante. Seguí en silencio. Jonás habló. Comparó el olor al de las flores más espinosas. Me impresionó la lógica en sus palabras. El olor se hizo más dulce. Algo aceleró mi corazón.
Descendimos una loma, y entramos en el valle. A lo lejos, una hacienda en ruinas. Lo demás: polvo, sol y piedras. El aroma parecía cubrirlo todo.
Jonás, en su último instinto, quiso regresar. incrementé su paga. Nos acercamos a la casa. La resequedad dolía. Me detuve ante la entrada. Lo escuché recitar en voz baja. Di unos pasos adentro.
La casa, rota y deforme, estaba partida en pasillos; todos nublados por restos del techo. Tomé el más cercano y anduve despacio. Las piedras tan frías; el olor tan intenso. Mis venas latían, mi aliento siseaba. El cuarto era oscuro, cuadrado; el suelo vibró. Cruzamos la puerta. Un ligero soplido rozó mis oídos: tíkeu, tíkeu, tíkeu. Jonás murmuraba más fuerte. Sentí en la garganta mi llanto. Entonces caí. El suelo era blando y rugoso. Sentí un movimiento y salté hacia un patio interior. Tíkeu, tíkeu, tíkeu, el sonido se hinchó y el olor era casi inflamable. Ante mi, algo horrible: un árbol sin ramas, cubierto de vello. Latía o temblaba y allí concentraba el perfume. Tíkeu, tíkeu, tíkeu. El sonido brotaba del suelo. Elevé la mirada. Sentí endurecida la piel. Por medio de ramas delgadas, se unía en lo alto a enormes capullos. ¡Aquello comía! En uno de ellos, algo gimió. Mi sangre se hizo ligera, mis pulmones cerrados, dieron el mando a mis piernas; huí. El piso temblaba. El sonido mutó en un chirrido espantoso. Crucé habitaciones. Dejé de pensar. Tíííík, Tííík, tííííííík. Tenía que salir. Detrás de mi, aquel sonido era grito, alarido, amenaza. Era agudo y constante. Mi pecho quería violentarse y gritar. Logré al fin salir y alejarme. El chillido debió escucharse hasta el pueblo. Jamás sentí pánico antes. Era un ruido terrible.
De pronto la voz de Jonás me detuvo. Me volví ante su cuerpo tirado, amarrado, roído. Su cara sin forma; sus manos: maraña deforme, gusanos y piel. Sus ojos me vieron, opacos. Lancé un alarido y corrí hacia la loma. El suelo vibraba. Detrás de mi, oía crujidos, chillidos, lamentos. No quise morir. ¡Ojalá hubiera muerto! 
Corrí sin parar. Llegué a lo más alto. Una sombra cubrió mi camino, manchándolo todo. Sentí frío y entonces, giré. 
Entonces, lo vi.
No existen palabras tan viles, oscuras, blasfemas; nada podría describirlo. Erguido entre dientes y polvo, rasgaba las nubes. Sobre cientos de apéndices rígidos, tomó posesión de la tierra, de la historia. Era antiguo, lejano, sediento. Sacudió sus alas. Mis dientes rechinaron. Todos sus ojos se posaron en mi. Tíkeu, tíkeu, tííííííííkeu. La vibración era violenta. Me consumió. No puedo…no quiero recordar más.
No perdí la razón. Soy cadáver. Soy el aviso del final. Tlalzeotl, los Amui, el infierno. La terrible grandeza de lo que viene es innombrable. No se acerquen a este lugar. Eventualmente el canto de la zona seca, los alcanzará.

C.M.