jueves, 30 de junio de 2011

Reencuentro con Manzanas

(texto producido para el taller de escritura literaria con el maestro Eliseo Carranza)

Se abrió la puerta. Levanté la mirada. Apenas noté su cabello flotar, la perdí tras los cajones de fruta. Me acarició el instinto y, dejando mi trabajo, la busqué. Me deslicé entre anaqueles, acechante. Como a un cigarrillo, quería inhalarla sin razón coherente. Me entendí al verla frente a las manzanas. Tomó una bolsa y pude ver sus manos. Eran escasas y tempestuosas, como las de Lucía, mi primer y gran amor. No la ha borrado el tiempo; su pincel la difumina, la perfecciona, la diviniza.
Evocando el perfume de Lucía, seguí observando. Su cabello iluminaba mi tienda, sus manos endulzaban mis manzanas. Al moverse, cortaba el aire y de pronto asomaba desnudo su cuello de cal. Cerró la bolsa y se alejó rodeando las naranjas.
 Aquí la espero, junto a las mandarinas. Escucho sus pasos. Sostengo el aliento. Temo que al verla, vea los ojos de Lucía. Espero.
Los tengo de frente y me apagan la voz. Allí está, y en sus manos, mis manzanas. Tengo su nombre enredado en la lengua. Abro la boca. Intento verterlo.
—¡Lucía!— Me hielo y su cuerpo se vuelve.
Adivino su sonrisa, y la veo abrazar al hombre que la llama. Toma su mano. Se abre la puerta. Bajo la mirada. Resurgen la música y el barullo. Sólo queda un poco de su perfume, y en el suelo, mis manzanas.


Cuento sin letra "e"

(este texto está inspirado en "el zopilote" de Kafka y fue producido para el taller de creación literaria con el Maestro Eliseo Carranza)
Magrä, la rural, ha sido, sin duda ni pausa, vista por siglos como un lugar pacífico, armónico y mágico. Posada usual para las hadas y lugar sin malos augurios, ha fungido como ciudad natal para humanos píos, laboriosos y dignos. Por otro lado ha sido hogar para la cofradía, una agrupación vista como oscura, contraria a los usos y dañina; fundada bajo principios poco claros para los magritas, razón para odiarla y limitar su trato con la población.

Pocas millas bajo Magrä hay un sitio llamado Schwarzatraum Loc o “lugar para no soñar”. Allí, la brisa no suaviza las oscuras horas tras la caída solar y, pasada la mañana, la luz no alcanza la llanura oculta forrada con hojas amarillas y rojas, conocida como la cama sagrada. Sumida lo más profundo bajo las ramas largas y los troncos adustos, callados y malditos, la cama sagrada inspira horror y fantasía. No hay varón común tan robusto ni con tal valor como para surcar con las botas hacia la llanura oculta. Las matronas narran con gran autoridad cómo ninfas y faunos raptan niños y usan sus almas para invocar a diosas sanguinarias con ritos oscuros justo allí.
Sólo cuando las dos lunas rozan juntas la cúpula nocturna, lo cual pasa una ocasión cada dos años, la cofradía planta un altar punzando la cama sagrada. Bajo la cópula lunar, como la llaman, arriba una larga fila formada por figuras tapadas con capas y máscaras. Unos son los candidatos, los otros son los Vigías. Hoy, como cada dos años, la cópula lunar da a luz a los antiguos ritos para la iniciación.
Ocultos, los magritas miran con horror a la figura con la tunica dorada guiando a los candidatos rumbo a Schwartzatraum Loc.
—Fränko Cupio— susurran con razón.
Fränko nació magrita, bajo una familia amada por todos, mas su corazón trabajaba bajo otras normas. Ávido y curioso, buscó con naturalidad una vida justa, sabia y sin odio a lo distinto. Bajo la última cópula lunar buscó iniciación con la cofradía. Tras volcar los odios contra sí por tal acción, no volvió a mostrar su cara, ni a su propia familia. —¡Murió!—, gritaban las bocas hasta hoy, bajo otra cópula lunar, cuando hubo sido visto por los magritas ocultos, guiando a los candidatos hacia la cama sagrada. Bajo su túnica dorada, casi todos lograron distinguir con horror sus patas como cabra.
—Fränko no murió— ladraban —. Mató su humanidad. ¡Un Fauno!
Rápidos para juzgar lo poco usual, ni un alma buscó oír su historia. Una historia trazada así:

Fränko vistió la capa gris como candidato dos años atrás, una ocasión nada singular. Su iniciación siguió las formas y los usos tal como indica la tradición. Acabada la oración al gran Pan y la consagración ritual al ara, la figura bajo la gran túnica dorada habló a los candidatos con voz autoritaria, antigua y profunda.
—Hoy vosotros acudís al sitio sagrado con la voluntad cargada por pasar cada uno como hijo, ungido por la cofradía. La cama sagrada os ha llamado y, ahora, cubríos con las túnicas y salid a la zona más árida sin abandonar Schwarzatraum Loc y afrontaos a vosotros mismos. Invocad al fauno guardia: Ilion. Buscad un signo para captar un camino para vosotros. Usad la razón sin abusar. Abrid los ojos y la intuición.
La iniciación prosiguió y los candidatos arrastraron los pasos vaciando la cama sagrada.
Fränko hizo crujir las hojas bajó sus sandalias y alargó la mirada a la zona más gris. Ya bajo las ramas sin vida, pudo distinguir una figura tirada y tras un suspiro, lo abrazó un sonido agónico, sufrido y doloroso. Arrojó una rama y alcanzó a la figura.
—Tú— lo abordó con susurros ahogados la visión—. Al fin has arribado. No buscas tu turno, mas igual ya planta su fatal alarido aquí.
—¿Mi turno? ¿Mi iniciación?
—Igual da. La matrona cofradía da una oportunidad así, una sola ocasión.
Ya junto a la figura, Fränko notó algo horroroso. No había lodo, sino rojo fluido vital junto al bulto roído vivo, o casi vivo.
—¿Cómo pasó tal atrocidad?
Muy bajo y pausado, la figura contó cómo un pájaro rapaz, calvo y oscuro mordía sus patas. Había arrasado ya con sus ropas, y ahora, mordía sus propias patas. Una ocasión tras otra, arrancaba un trozo suyo usando su pico, tras lo cual trazaba órbitas usando su ubicación como ombligo, y pasados algunos minutos, tornaba para dar continuidad a su labor.
—Pronto acabará la última ronda y tornará—dijo y siguió—. Otro candidato, no han pasado minutos, pasó, miró raudo, y pidió una razón para justificar mi actitud pasiva hacia dicho animal y su rapacidad.
—¿Otro candidato? ¿No dio su ayuda?
—Pronta no. Yo había confundido mi rumbo y la confusión nublaba mi razón.
—Más los pájaros…
—Sólo uno. Cuando inició su asalto hacia mi humanidad, yo dirigí mi pasión a forzar su huída, como la lógica indica. Incluso pasó por mí, como opción, obstruir su garganta con mis manos, mas alimañas así son muy forzudas. Concibió como blanco original mi cara, mas mi voluntad optó por sacrificar mis patas. Ahora son sólo cascajo y trozos.
—No abarco tu situación-formuló Fränko-, postrado así bajo la tortura, tal como lo miro. Lograrías aplastar al pájaro disparando un arma tan solo una ocasión.
—¿Sin calumnias? —dijo sarcástico—. ¿Y tan distinguido varón hará honor a su tácita proposición?
—Con gusto—soltó a la brisa Fränko—. Tras ir a mi casa por la pistola. ¿Podría actuar como lo ha mostrado hasta ahora, unos minutos más?
—Las Diosas lo sabrán—vibró su agonía, y no movió nada, duro por tanto calvario. Justo ahí, súplicó:
— No importa. ¿Vas a calcular la viabilidad?...por favor.
—Sí— aprobó Fränko sin dudar— y procuro lograrlo muy pronto.
—¡Por todas las diosas! ¡No vayas! Al hablar nosotros dos, convino al pájaro parar oído, girando la pupila hacia ambos por turnos. Ahora caigo: ¡maldito bicho ha logrado dar significado a todo!
Bajo la sombra, un pájaro calvo y oscuro alzó ala, tomó un paso hacia atrás para lograr más impulso y, como un jabalinista, lanzó su pico por la boca, muy al fondo suyo. Mas falló su blanco. Cuando Fränko caía hacia atrás, gozaba al ahogar al pájaro sumido bajo su rojo líquido vital topando cada vacío suyo, inundando cada costa suya.
Ilion, Fauno guardia para la cofradía y todo Magrä, vivía. Arrastrando sus patas carcomidas hacia Fränko cavó un pozo profundo, tiró al inmóvil candidato al hoyo y cantando con la voz como mil faunos, cubrió la tumba con barro, hojas y lágrimas. Tras una corta oración, las ninfas, portando al Gran Pan, bajaron, lloraron y mostraron al dios lo pasado bajo Schwarzatraum Loc. Una brisa liviana brotó tras la oscuridad y Pan sonrió. Había una vida más pura para Fränko.

La población magrita gusta odiar lo no conocido y goza al ignorarlo casi todo. Hoy, odian a Fränko, mas bajo la túnica dorada no camina ya Fränko Cupio, sino un guardia para la cofradía. Ahora los candidatos, la cofradía y todo Magrä son cuidados, no por uno, sino por dos dignos guardias: Fauno Ilion y Fauno Fränko.




miércoles, 29 de junio de 2011

Olvidar para no Morir

(texto creado para el taller de escritura literaria con el maestro Eliseo Carranza)
— Ciento veinte voltios. — Dice el viejo de barba.
Justo al otro lado de la mesa, un joven suda y tiembla; tiene cables en las sienes y está atado a su silla. Asiente con un gesto y cierra los ojos con fuerza. El hombre de barba oprime un botón y un zumbido estremece el cuerpo del joven, que queda tensado mostrando sus nervios y venas bajo la piel de lodo y tatuajes. Cinco segundos más tarde, su tronco convulso despide un hedor a quemado y sudor. Cuando levanta la cara, el viejo lo observa con ojos de angustia.
—Aún lo recuerdo—, exhala Karl Oren, su voz arañada por pánico.
—¡Ya basta!—, chilla el anciano— en afán por borrar tu memoria, vas a acabar con tu vida.
—¿Y qué? Si el bicho igual me mata. ¡Míralo!—grita y vuelve los ojos a un bulto bajo la piel de su brazo que avanza constante hacia el hombro.
—¡ciento cincuenta voltios!
El bicho es un dispositivo de espionaje y ejecución en forma de parásito. Es un decodificador neuronal. Una vez programado, el micro robot localiza al objetivo siguiendo rastros de ADN.  Al entrar en contacto con su piel, hace una incisión, penetra y localiza los nervios espinales. Los sigue hasta la médula y asciende al hipocampo, donde es capaz de identificar los bancos de memoria, decodificarlos y aislar la información buscada. Si la encuentra, libera tetradotoxina, si no, se retira.
—¡Aún me acuerdo!— llora de angustia— ¡Esos cabrones me van a matar! ¡Por favor papá!— Sus ojos se escurren sobre sus mejillas.
El viejo toma la caja de control y sin mirar, gira un indicador hasta el tope. Dice algo muy bajo y aprieta el botón. Con un alarido, Oren cae inconsciente por horas.
—Oren…hijo.— El hombre mayor levanta un espejo frente a los ojos del joven y otro detrás de su nuca.
—Mira, se ha ido.
La pequeña incisión detrás de su cuello le arranca a Karl Oren una sonrisa brumosa.
—Gracias papá—. Tiembla su voz— Ahora no me acuerdo.

Nacimiento y Muerte: Lolo el Payaso

(texto producido para el taller de escritura literaria con el maestro Eliseo Carranza)
Soy Lolo, el gran Payaso Lolo. Este es mi diario, mi acta de nacimiento y mi confesión. Mientras escribo, Pedro Macías agoniza. Por años yo fui solo su huésped, subversivo inquilino de su cuerpo. Ausente primero, de apariciones esporádicas después, el circo fue mi pila bautismal, mi unción. Frente al espejo, Pedro no se maquillaba, me invocaba y yo lo poseía. Cada función, rumbo a la pista no caminaba Pedro, sino yo. Ahí, bajo la gran carpa, fui siempre Lolo. Conductor de la orquesta más sublime, a mi señal vibraban emociones, resonaban sentimientos. Cortaba el silencio y marcaba el compás, seduciendo el ritmo de los corazones. Con un ademán hinchaba la tensión. El aliento colectivo armonizaba. Sin esfuerzo conjuraba las risas, melodía que giraba en la carpa. Las forzaba in crescendo, a punto del caos y, por capricho, las enmudecía a voluntad. En mi silencio acariciaba entrañas, creando tensión. De pronto, un gesto y la nota final de carcajadas. La pista era trono y altar, la carpa era útero y mortaja. Mi salida era la salida de la magia, de la belleza del orden. Fuera de la pista volvía a mi callada y patética prisión. A Pedro Macías.
Así alternábamos. Lolo en el circo, Pedro en el mundo. Copropietarios en tiempo compartido, hasta el día en que llegó Julieta. La simple y estúpida Julieta. Ella y René se unieron al circo hace un año. Habían trabajado juntos por diez en el trapecio. La costumbre y el tedio fueron, sin duda, su marcha nupcial. En el trapecio y fuera de la carpa, eran igual: una coreografía estudiada, predecible y aburrida. Yo los observaba por horas, tras los ojos de Pedro, el pobre adolescente enamorado. Mientras él contemplaba el objeto del deseo, yo reconocía la relación plana, inarmónica y acéfala.
El tiempo permitió una serie de rituales entre Pedro y Julieta. La mirada en el comedor, la disculpa por la música de noche, el roce inocente al cambiar de acto, un “perdona” y un “descuida”. Verlos provocaba nausea. Eran dos náufragos en el mar de la casualidad. Esclavos de la rutina. Yo viví mareado aquel desorden, hasta que Pedro me obligó a defender mi vida. Era un lunes en la segunda función. Perdido en sus fantasías, Pedro olvidó maquillarse, se olvidó de mí por soñarse trapecio. Lo que vino fue instinto de supervivencia: alejar a Julieta.
Me declaré en rebeldía. Con uñas y dientes forcé mi presencia. Apagué la mirada en el comedor, cambié la disculpa por un gruñido y el roce por indiferencia. En un golpe, usurpé la vida de Pedro y boicoteé los rituales. Estaba en control. La confusión de Julieta era evidente. Yo me sentía artífice del fracaso, hasta que sucedió. Al terminar su acto, una noche cualquiera, ella alteró el ritual. No hubo roce. Se detuvo frente a mí y acariciando mi hombro, me dijo “suerte, Pedro”. Entre hielo comprendí. Mi rechazo hacía a Pedro irresistible. Esa noche mi acto fue catártico. Narcotizado con los humos del poder, hice temblar las entrañas del público. Retorcí las risas en llanto y el llanto en alaridos. Dejé las butacas jadeantes, ultrajadas y felices. Satisfechas de ser mías, como Julieta.
 Mi obsesión se desbordó. Con fuego herí a Julieta. En fuego la hacía mía. Me hice adicto al control, a ser su titiritero. Pedro se desvanecía. Julieta se consumía. Yo me glorificaba. Le ofrecí el caos sublime de mi orden, en lugar del orden primitivo de René. Su mundo dejó de importar. Su mundo le empezó a estorbar.
Hace dos días que Julieta dio muerte a su marido.  Cuando corrió a mis brazos, Pedro la tomó de las manos y la miraba fijo sin decir nada. Estaba paralizado. Entonces apreté su cara con fuerza, acerqué mi boca a sus labios y, sin expresión alguna, le dije que me esperara afuera. Tomé mi maquillaje y las llaves del auto. Pedro abrió la puerta y la llamó. Antes de que entrara, yo salí con paso firme.
Pedro quiso vomitar cuando vimos a René. La escena era teatral, restando a la estupidez de Julieta. Su marido yacía inerte. En su cuello, un látigo de domador. Aún no entiendo cómo lo pudo someter. El corazón de Pedro se aceleraba de miedo, el mío, de satisfacción. Apagué la luz y corrimos al coche, ella se sentó a mi lado y me dijo tragando lágrimas: “Vámonos Pedro, ahora somos solo tu y yo”. Tomé la carretera. Pronto seré yo y sólo yo.
Tengo el aliento cuajado de emoción. El vaivén de mis años llega a su punto más alto. Los días agrios de la niñez, las noches sofocantes de mi juventud, la grandeza de mi presencia bajo la carpa del circo, todo resurge hoy en un clímax armónico y pesado. Veo emerger el desenlace de la historia de Pedro Macías y el triunfo de Lolo, el gran payaso Lolo. Hoy muero como Pedro y surjo como un fénix, revestido de fuerza y control.
La humedad de este cuarto de hotel hace palpable la tensión. Apenas se cerró la puerta detrás de Julieta, tomé el maquillaje y cubrí mis facciones con el gesto apacible y violento de Lolo. El poder que emana de esta presencia es embriagante, envolvente, seductor. Ya no soy Pedro, soy Lolo, y tan pronto Julieta regrese, la voy a matar. Hágase mi voluntad.

Nadie Entre a Esta Casa

(escrito producido en el taller de literatura con el maestro Eliseo Carranza)
Nadie entre a esta casa. Hay horrores ocultos. Verdades que nunca debemos buscar. Más nos valdría morir al instante, antes de verlas u oírlas. Daría mis ojos por no haber viajado, por no haberlo vivido, por haber muerto sin padre ni herencia.
A mis 32 años, un abogado francés me visitó. Me informó que aquel minero de San Luis, el esposo de mi madre, no era mi padre. Mi padre era un tal Guillaume de Lemenez, quien había pagado todos mis estudios y que, al parecer, había caído en la Revolución. Pasados los años, se le declaró muerto, se abrió su testamento, y por desgracia, apareció mi nombre. “Una casa vieja en Real de Catorce”. He pasado mi vida huyendo de ahí, de mi pasado. De inmediato la vendí. Aún sin conflicto armado, fue difícil. La compraron unos americanos. Firmamos contratos, acordamos los pagos, y seguí con mi vida sin pasado, sin San Luis.
Un día de desgracia, trajeron un telegrama para mi. Era de un gestor en Real de Catorce.“Yankis Molestos. Días sin verlos. Posible negativa de pago. Urge Presencia.”
El día siguiente abordé el ferrocarril. Al entrar en el vagón, rodeado de cuerpos untados de hedor, regresé a la soledad de mi niñez, cuando viajé por primera vez en tren. Recordé la tristeza y el pánico, el profundo vacío que me embargó, y la eterna angustia al decir “adiós mamá”. Yo quería quedarme siempre a su lado, no me interesaba estudiar, no entendía la necesidad. Todo lo podía aprender de ella. Al saberme lejos de su protección, me sentí tan débil que, sólo me quedó fuerza para llorar. Han pasado casi veintitrés años, y hoy aun me siento igual.
El tren suavizó la marcha y se sumergió en la noche. La pesadez de mis ojos me venció. Los horrendos avisos que entonces vi, por desgracia no los supe descifrar. Caminaba por un túnel angosto, que parecía ir descendiendo. Ignoraba a dónde me dirigía, el final estaba ahogado en tinieblas. Sólo sentía de pronto, intermitente, una exhalación de calor, como si respirase, al final de mi túnel, el mismo infierno. Hasta ese momento no había notado que había cuadros en la pared. Eran pinturas de muchos colores. Reconocí el arte huichol. Me detuve a analizarlo. Decenas de círculos concéntricos, al centro un figura. Sus tres bocas emergían del tronco, rígidas y amorfas. Siete ojos parecían observarme, amenazadores. El aire se hizo denso y un sonido acompañó a la exhalación. Era una sola nota, plana y aguda, como un silbido inseguro bajo el agua. De pronto, ya no caminaba hacia la oscuridad, sino hacia la figura que, moviendo sus bocas, escupía un calor sofocante. El silbido se convirtió en un chillido, y me sentí morir dentro de mi cuerpo. No debía avanzar más, pero no había manera de parar. Una de las bocas se abrió, yo esperé ver el infierno ahí dentro. No pude ocultar los ojos. Lo que vi no era el infierno, era Real de Catorce que, envuelto en llamas exigía mi alma. Perdí el paso y caí al vacío sin gritar.
No grité en mi sueño, pero juzgando por las miradas de todos, algo dije mientras dormía. No había nadie sentado cerca de mi, y el silencio era el de un juicio ahogado. Me incorporé y miré por la ventana. Sequé el sudor de mi frente, deseando que el tren se detuviera. Además del miedo que aún pesaba, me sentía rechazado, solo.
Un hombre de ojos grises se puso en pié. Bufó como quien demuestra su valor y se sentó cerca de mí.
—¿Es usté de por acá?
—No.—dije, y un suspiro colectivo nos rodeó.—Aunque sí nací en San Luis— Esas palabras helaron el aire.
El hombre, con gravedad en la voz, me explicó que eran mineros; que viajaban de regreso al Potosí, y que dejaron real de Catorce hace años, cuando cerraron las minas por miedo a la revolución. Desde entonces, viajaban a la capital para manifestarse en cada aniversario.
—Mientras dormía, dijo usted un nombre que nos es familiar: Lemenez.
—Es el apellido de mi padre.—dije extrañado, pues no recordaba haber soñado con él.— voy a Real de Catorce a ver su casa. Mi herencia—seguí con falso orgullo.
Se cortó su respiración. Me miro sin parpadear, puso su mano sobre mi antebrazo, y se alejó sin decir más. Traté de detenerlo, pero el silbato aplastó mi voz y un jaloneo me mantuvo sentado. El tren llegaba a San Luis. Cuando descendí, escuché a otros mineros que decían: “pobre muchacho, Dios lo proteja”; “es la casa del demonio” y otras cosas más terribles, que no he podido olvidar.
Un camión me llevó a Real de Catorce. Fue un alivio viajar sólo. En pocas horas llegamos a un túnel. Sólo verlo me hizo temblar. Cerré la cortina de mi ventana y sentí el terror a lo desconocido, o tal vez a lo soñado. Avanzamos sin prisa. Creo que, al pié del túnel, dejé mi cordura.
Al salir del transporte, me encontré con Jacinto, el joven que me envió aquel telegrama. Vestía ropa común, pero su cara delataba su ascendencia. Su sangre de huichol. Me saludó y me ofreció algo de comer. Yo dije que quería ver la casa.
—Debo volver a México temprano.
—Pero no nos puede agarrar la noche.—temblaba su voz— Esa casa está maldita.—Dicen que su padre no salió vivo, ni muerto de ahí. Lo mismo se rumora de los yankis, los que le compraron a usted. Algo los devoró ahí.
—Llévame hasta la casa. No digas tonterías.—ordené frío y ocultando el miedo.
Caminamos por las calles de piedra, entre polvo y silencio. El sol de la tarde pintaba todo. Al verme ante a la casa de mi padre, la escena me horrorizó. Era mi sueño. Los rayos solares pintaban fuego, y el calor del viento erizaba la piel. Tenía que ser sugestión, una mera casualidad. No me imaginaba el terror por venir.
Me acerqué a la puerta y tomé el cerrojo. Detrás de mí respiraba Jacinto. Abrí y entré sin pensar demasiado. Estábamos en un salón, nos rodeaban tres puertas y siete columnas de piedra. Las paredes no tenían decoración y, tras las ventanas, se extinguía el último rayo del Sol.
Avancé hasta la puerta más cercana, la que estaba a mi derecha, y la empujé con seguridad. Me encontré con otro cuarto vacío, éste un poco más pequeño y oscuro, pues no tenía ventanas. Jacinto respiraba detrás de mí. Su aliento era fétido y muy molesto. Me volví para salir y alejarme. Jacinto no estaba allí.
Seguía sintiendo el aliento en mi cuello. Me forcé a no voltear, regresé al salón y noté algo raro. La puerta del centro estaba entreabierta. Detrás escuché la voz de Jacinto, así que me dí paso a la habitación. Estaba vacía, pero al otro extremo iniciaba un corredor.  Escuché un grito lejano. “Jacinto”, pensé y me adentré al corredor. Salí a un patio con una estatua al centro. La luna le iluminaba el contorno. Era una figura humana, pero sus dedos eran alargados, y en lugar de piernas, tenía gruesas raíces, como un vegetal. Escuché de nuevo una voz, y noté a Jacinto postrado. Tenía la cara oculta contra el suelo, las manos sobre la nuca, y murmuraba algo con insistencia “Tauyupá, Tauyupá”. Al escuchar mis pasos, volvió la cara hacia mí. A pesar de que su cara era normal, algo no estaba bien. Parecía tener demasiados dientes, quizás le sobraba algún ojo. Sonreía, aunque su mirada reflejaba horror. Apuntó con un dedo, guiándome hacia el otro lado del patio y, sonriendo, bajó la cara hasta el suelo. No sé por qué continué.
Me adentré en aquella habitación. Era una sala redonda, con una fosa al fondo. De la pared más lejana, pendía un enorme cuadro. Otra vez los círculos concéntricos, pero ahora con una inscripción al centro. “Invocatio ad Portas Inferi. Summo Sacerdos Lemenez”. No era una obra indígena, pues el escrito estaba en latín. Era una marca ritual de mi padre. Apenas mi mente intentaba entender, cuando un chillido surgió de la fosa, cimbró la casa, y se convirtió en un silbido profundo, cada vez más cercano. De pronto, escuché un aleteo bajo la fosa. Mis piernas robaron toda mi sangre, dejando mi cabeza confundida. Corrí atravesando patio, pasillo y sala. Algo seguía respirando sobre mí. Antes de alcanzar la puerta de entrada, perdí el paso y caí al suelo. El sonido iba creciendo. Por instinto volví la vista hacia atrás. Lo que vi atravesando aquella puerta, entre uñas y lodo, tenía que ser mi muerte o algo peor. El silbido rasgaba mis oídos y yo gemía como becerro. Vi lo que nadie debe ver, escuché lo que no debía escuchar.
Nadie entre a esta casa. 

Amiga es Sueño

(Texto producido para el taller de Escritura literaria con el Maestro Eliseo Carranza)
No era la primera vez que lo hacía. Dejar el gimnasio para verse con Laura, era ya una costumbre. “Pobre Lau”, pensaba mientras esperaba el café, “pero ¿quién le manda haberse casado?, y con ese pendejo. Hasta que la muerte los separe. ¿Cómo no?” —Ojalá se hubiera muerto—, murmuró. Por los ojos redondos del cajero, supo que la había escuchado. Sintió vergüenza. —Gracias—, sonrió, y tomó los dos vasos.
—Grande caramel macchiato— anunció, y puso un vaso en la mesa, frente a una mujer rubia, de aspecto duro y sonrisa colgada. Antes de sentarse, vió un niño que, en la mesa de junto, comía crema con el dedo. Su madre estaba sumida en un libro. “voy a tener que medir mi vocabulario” pensó, suspiró y tomó asiento.
—A ver, cuéntame— dijo con algo de condescendencia.
—No sabes lo que soñé. Estoy feliz.
—¿Pues qué soñaste Lau? ¿Qué le tumbabas los dientes a patadas?
—No—dijo con la sonrisa crecida— No seas tonta.—Estuvo muy extraño y además, es rarísimo que me acuerde. Eso seguro significa algo.
Diana dio un pequeño suspiro, congeló la sonrisa y agravó la mirada—. A ver.
—Era de noche.— dijo Laura, como quien inicia la revelación de un gran secreto— Estaba en un campo muy amplio y verde. No veía mi cuerpo, pero parecía haberme encogido, porque mi cabeza estaba cerca del suelo. Recuerdo que repetía un poema, ese de “Podría escribir los versos más tristes hoy”. ¿Te acuerdas?
—“Esta noche”—dijo Diana, con mirada severa—dime, por favor, que no estás leyendo a Neruda, sola.
—No— evadió el comentario—. Da igual, pero mira—sacó un libro de su bolsa, lo abrió en una página marcada, separada con un papel morado y leyó: Camión… campana… campesino, ¡Campo!—continuó—“Un campo amplio, verde y soleado, presagia un período de prosperidad, éxito y felicidad” ¿Ves? ¡Felicidad!
Su amiga se tallaba una sien. —¿qué es eso?—preguntó con la mirada en el libro.
—Mi diccionario de sueños— contestó ignorando el tono de condena—y mira —siguió leyendo—: “y como más extenso y soleado sea el campo, mayores serán las posibilidades que se abren ante nosotros”. Yo soñé con un campo enorme, verde y…
—Y de noche, ¿no?…
—Sí— dijo alargando las letras —. Pero era muy luminoso. Seguro eso es lo mismo.
—Seguro—, repitió con la mirada en la mesa y las cejas levantadas.
—Pero viene lo mejor—dio un golpecito en la silla—: De repente, me acordaba que tenía que abordar un tren. Me daba la vuelta y veía como se acercaba uno largo, lleno de ventanas. Yo, para entonces, estaba en la estación. Ahora, seguro era de día. Había poco movimiento. En realidad, me rodeaba una neblina de colores, pero yo sentía que eran personas. Los saludaba y sabía que me contestaban— Hizo una pausa—. Pero lo importante es el tren: mira—dijo, y abrió de nuevo el libro de los sueños; ahora en una página subrayada, desgastada y con notaciones al margen. —mmm… Ferrocarril…
—No, por favor.— dijo Diana, y puso su mano sobre el libro abierto.—ya no.
—¿No qué?— devolvió con la mirada encendida.
—No presagios, no tarot, no limpias, no rezos. No seas tonta.—contuvo la respiración; la miró fijamente.
A Laura se le mojaron los ojos.
—Perdón Lau. — le susurró tomando su mano— Ya sabes lo que pienso de esas cosas. Nada más te haces daño.
—Tú no crees en nada— dijo tomando su bolsa —; no sé para qué te llamo.
—No te vayas— apretó su mano y pensó un momento —, cuéntame tu sueño, pero guarda ese libro, por favor.
Laura, sin quitar su mano, suspiró con la mirada, dejó caer la bolsa junto a su silla, cerró el libro y dio el primer trago a su café —esto ya está frío—. Levantó la vista; se encontró con una leve sonrisa. Intentó corresponderla, pero un nudo en su garganta lo impidió —Perdón— dijo casi sin aliento. Se talló los ojos, limpió su nariz —. Perdón.

—Ya no me pidas perdón— dijo Diana con firmeza y ternura. —Ya deja de sentirte tan culpable; ése es todo tu problema. Mira, mejor cuéntame tu sueño.

—Pues ya te dije, estaba en un campo y llegó un tren…
—No— dijo Diana. —. Despacio, de verdad dime todo lo que viste, lo que sentiste. No te escondas. Ya me sacaste del gimnasio, ahora me lo cuentas bien.
Asintió con la cabeza y, sin levantar la mirada, inhaló y exhaló. —El campo era muy grande, pero no sólo eso, todo parecía lejano, como si yo estuviera en una Isla, en el centro de todo, lejos de todo, sola. Entonces, una brisa caliente me acarició. Yo me puse muy triste: recitaba a Neruda. Sentía navajas en el pecho. De verdad me sentía sola. De pronto, estaba en un andén y mi tristeza, mi dolor, se convertía en nostalgia, porque viendo la llegada del tren, creí necesitarlo, que me traería lo que yo extrañaba. No había ruido. La máquina no andaba sobre vías; flotaba sobre el pasto. El ferrocarril se detuvo ante mí. Sentí la tristeza desvanecerse, resbalarse como lluvia, pero de pronto, supe que un coche se alejaba. Sabía que estaba muy lejos, pero lo vi. Allí dentro iba mi felicidad, otra vez. Me volvieron los versos: “Mi alma no se contenta con haberla perdido”. De pronto, abordaba el tren. Encontré un asiento, me asomé por la ventana y me vi en la estación, vestida de negro. Un juego de colores merodeaba, flotaba a lo largo y ancho del andén. No tenía forma, pero yo sabía que eran niñas. Se reían mientras yo las llamaba. Tenía que decirles que pronto partiría el ferrocarril, pero estaba muda. Sentada en el vagón sentí movimiento. En el andén lloraba, en el tren me sentía perdida, aprisionada, insegura. Ahora los pájaros cantaban: “Mi corazón la busca, y ella no está conmigo”. Entonces subió la Luna. Todo se puso negro. Yo conducía el coche que se alejaba. Sabía que el tren había llegado a otra estación. Yo estaba en el tren, en la estación y en el auto. Me veía en los tres lugares, y en ninguno a la vez. Sentía que se agolpaban sentimientos: no podía respirar. En el coche me llenaba de rabia, en la estación estaba nostálgica y en el tren me moría de la tristeza. Lejos de todo, el viento caliente volvió. Era negro, el viento, negro como el coche y el tren. Me rodeó, me cegó. Al moverme me sentí bajo el agua. Aún no podía respirar. Me elevé del suelo, nadando. La desesperación era terrible. Sentía que iba a morir, tenía que llegar a la superficie. Me agitaba con fuerza, desesperada, sentía pánico. Escuchaba a los pájaros: “De otro, Será de otro. Como antes de mis besos”. No me quería morir. ¡No quería seguir muerta!
—Tranquila, tranquila— susurró Diana, acariciando su brazo.
El niño de junto las veía con la boca abierta. Su madre fingía leer y se limpiaba una lágrima con el dedo. Laura respiraba con agitación. Tomó su vaso, dio un sorbo a su café; apretó los ojos con disgusto y sonrió. Sus mirada enrojecida le daba un aire de locura —Estoy bien dañada— dijo casi riendo.
—Un poco sí—dijo Diana con la voz cortada.—Pero así te quiero.
Laura se paralizó. Abrió los ojos y se llevó la mano a la boca. —Eras tú.
—¿Era… yo?
—Sí. Al final de mi sueño, iba yo flotando en una barca—. Su voz temblaba—. Era noche y la barca flotaba sobre el campo. Una figura remaba y me dio un remo a mi. No me hablaba, pero me ordenaba remar. A lo lejos veía una ciudad hermosa. Era como ver millones de luciérnagas sobre el firmamento. El tren silbaba detrás de las luces. En su largo resoplar, escuché: “La noche está estrellada y él no está conmigo”. Me sentí caer, quería dejarme ahogar en el pasto. La figura me tomó de la mano, me obligó a apretar el remo y remó conmigo. La escuché decir: “Éste es el último dolor que él te causa”. ¡No recordaba eso! ¡Eras tú! No veía tu cara, pero eras tú, Diana. Obvio eres tú.
Los ojos le escurrían en lágrimas. —Gracias, gracias amiga.
Diana lloraba también. Se tomaban de las manos.
—¿Qué pasó entonces?— preguntó entre lágrimas la señora de junto.
Laura rió un poco entre el llanto y, sin apartar la mirada de Diana, dijo:
—Entonces, desperté.



Diario del Santo "el enmascarado de plata"

(Texto producido para el taller de Escritura Literaria con el Maestro Eliseo Carranza)
1 de Junio de 2011. Apoyando en Monterrey.
El Santo siempre está listo. Aquel día no fue la excepción. Debía ir a la colonia Independencia, nido de criminales. Tenía que salvar la ciudad. Era mi deber.
Conduje a gran velocidad pero, tras poco tiempo, quedé embotellado en Morones Prieto, una avenida local. Nadie me explicó las rutas, sólo restaba esperar. El calor de Monterrey me pesaba: cuarenta grados y yo, con máscara y sin capota. Aquello había sido un error. De pronto vislumbré algo de esperanza: el tráfico terminaba adelante, en un filtro policiaco.
Alcancé a los oficiales. Tras verme, se miraron, desconcertados. Me pidieron que me detuviese y que descendiera del auto. “Al fin”, pensé, “la justicia”.
—Buenas, joven— me dijo el uniformado —. ¿No sabe que no puede andar circulando así?—soltó irónico y serio.
Al parecer, como me explicó, la máscara causa miedo y confusión, además que en público hay que usar siempre camisa. La capa no era problema, pero es mejor no llevarla por fuera. El calor derrite las lentejuelas y, si se atorase en una llanta, me podría ahorcar.
—Mi máscara es símbolo de justicia— intenté explicarle.—Más fácil es quitarme la cabeza. Los ánimos se calentaron, el aire se tensó. Entonces sucedió algo extraño: Otro de los policías, uno que sólo observaba, se acercó al que me detuvo y le dijo:
—Oiga, compañero, ¿no será éste de “los rudos”?
Mi inquisidor abrió grandes los ojos. Me dirigió una mirada y yo, satisfecho, asentí. Me dio mis llaves y sin más, se disculpó. Acomodé mi máscara, me sacudí el sudor, saqué la capa y retomé mi camino.

Presa de Hospital

(Ejercicio para el Taller de Escritura Literaria con el Maestro Eliseo Carranza Guerra)
En el aire había cloro, sangre y alcohol: olía a hospital. Un hombre con uniforme militar, esperaba. Se abrió la puerta. Entró un médico con una enfermera. Empujaban una cama. En ella, un joven yacía medio consciente. Lo acercaron al militar y colgaron el suero. La enfermera salió. El joven no se movía. Su mirada paseaba por el cuarto, deteniéndose, débil y confundida, en las otras dos personas presentes: El militar ojeaba una libreta, el médico sólo parecía esperar.
—Tiene aproximadamente treinta años —dijo el de la bata blanca—. Lo admitieron por una contractura. Nadie lo acompañaba. Le estamos dando morfina. Éstas son todas sus cosas—le presentó una bolsa de plástico.—Se llama…
—No me interesa su nombre—. Interrumpió el militar. Clavó la vista en el joven y dijo: —Vamos a repasar tu historia. Justo antes de rendirte, las balas corrían tras de ti, en zigzag. Tan sólo seguían de cerca tus pasos: tú corrías en zigzag, como te enseñaron en la academia.
—¿Enaj…demia?— salió de la boca del joven. —¿Cuaj…demia?— Con cada palabra perdía el aliento. Jadeaba.
—El efecto es tardado, Coronel—, dijo el hombre de blanco.
Sin mostrar interés, el militar continuó:
— Antes aún de esa carrera, tus huellas se rellenaban de plomo, pues las balas arreciaron cuando, dejando tu escondite, decidiste volver a correr. Tu determinación fue tu sentencia. Desconcertante, muchacho— dijo mientras sacaba una credencial de su bolsillo. —o más bien: Jaime,—dijo leyendo el documento— Jaime Pozas de treinta y tres años—Tomó un saco de la bolsa de plástico, encontró una cartera, la examinó y extrajo otra credencial. La intercambió por la suya y devolvió la billetera—. No eres el primer ex policía corrupto, Jaime. Ya te andábamos buscando.
El hombre de la cama tensó los dedos, abrió los ojos con pánico. Su respiración era vertiginosa. Emitió un leve gemido.
—Por otro lado—siguió con tranquilidad—, no te deshiciste de la pistola, como todo un oficial,  ¿eh? Aunque tuvieras miedo. Incluso sabiendo de antemano que el arma estaba vacía. La habías inspeccionado justo antes, tras tu intento fallido de disparar: sí, tuviste toda la intención de disparar, pinche Jaimito. —mostró una sonrisa de satisfacción. Sacó un arma, la limpió con las sábanas, la puso bajo los dedos del joven y, con paciencia, la guardó en una bolsa de plástico.
Los ojos del joven eran de niebla, iban de lado a lado, erráticos, sin parpadear. Sus pupilas eran casi invisibles. El médico se acercó y ajustó el goteo del suero.
—Necesitamos adornar la historia—murmuró el Coronel mientras, rodeando el pie de la cama, acariciaba las sábanas. Guardaba silencio. Se detuvo frente a un modelo de anatomía. —Algo para tu declaración. ¡La estatua!—sus ojos celestes se iluminaron— Recuerdas la mano, le faltaba un dedo. Era una mano de mármol. Viste cómo saltó de la figura, bajo las balas. Sí. Allí te habías refugiado: ¡es perfecto! Antes de refugiarte, corrías. Las balas habían llenado tus huellas, tal como antes habían hecho volar trozos de acera, asfalto y hierba. Esto fue después que miraste hacía atrás, pues sentías que te seguían. Claro, lo pensaste cuando ya habías cruzado la calle corriendo, con dirección al parque.
La respiración del hombre en la cama era más larga. Sus ojos estaban casi cerrados. Sus dedos temblaban, vibraban de manera casi imperceptible. Sus uñas se pintaban de azul. El de bata blanca salió del cuarto y regresó con la enfermera. —el Lorazepam, Doctor—, dijo ella, mostrando una jeringa. Él asintió y la mujer inyectó el contenido en la línea intravenosa del paciente. Cuando salió, el militar habló de nuevo:
—¿Con eso le va a borrar la memoria?
—Le provocaremos amnesia anterógrada. No podrá formar nuevas memorias.
—¿Pero se va acordar de antes?
—Le vamos a joder el cerebro. Además, cuando se necesite, lo ponemos a modo con morfina.
             La sonrisa volvió al uniformado.
—Bien, muy bien. Entonces corriste—, dijo mirando al joven, pero al notar que estaba inconsciente, hizo una pausa, se llevó la mano al pecho y, con claro cinismo, se dirigió al doctor—Entonces corrió al parque. Uno de sus cómplices —parecía saborear la palabra— había llegado a tientas, como ciego, hasta la puerta del edificio. Iba herido. Ese se murió adentro. Se habían separado cuando empezaron a disparar los soldados. Se dieron cuenta cuando las balas les llegaron por detrás. El cieguito había perdido sus lentes. Segundos antes, lo había alcanzado una bala. Para entonces, el primero ya había caído muerto. Cayó tras que retrocedieron los guardianes de la puerta. Habían bajado los últimos dos hombres del carro, éste —dijo señalando al joven—entre ellos. Uno antes que ellos: el cieguito, y otro antes que él: el muerto. Poco antes, el auto se había detenido junto a la calle Egido. Al parecer venía del sur, por la avenida Parcelas…
—¿Señor?— interrumpió el hombre de blanco.
El militar calló. Volvió la cara y sus ojos ardieron: 
—¿Sí?—.
— ¿Perdone pero, y si me hacen preguntas?
—¿preguntas? ¿que si le hacen…? Pues claro que le van a hacer preguntas.  Usted sólo sabe que este joven llegó herido. Lo trajo la policía. Usted no sabe nada más. El hospital le asignó el caso. ¿Entiende?
—Sí, Coronel. Y… ¿si vienen a preguntar por el joven?— bajó el volumen de su voz.
—Si preguntan por él, usted no sabe quién es. Es más, no sabe ni su nombre. ¿Y sabe porqué? ¡Porque ese se lo pongo yo! —su voz mostraba excitación.— Yo decido quién es este pobre güey: es la única captura del operativo, es el único que no murió. Y como ninguno se nos peló, éste es mío. Este es Jaime Pozas, porque es el que había que agarrar. Yo le doy a la gente lo que quiere: una cara moreteada en la tele, un delincuente esposado, un punto más al equipo de casa. Ya verá: unas fotos de éste, rodeado de armas, y me dan otra medalla. ¡Ah que mi doctor! ¿si me preguntan…? No mame.
El hombre de blanco tomaba el pulso del joven.
— Si no le molesta, lo voy a llevar a que le pongan oxígeno. No se vaya a morir.
—Ándele, pero me lo trae enseguida. Le hacen falta unos golpes: no lo vaya a ver su mami en la tele.
El médico puso el suero en la cama, movió un pedal, y ésta rodó. Abrió la puerta, sacó al joven, y antes de cerrar dijo:
—Será solo un momento, mi Teniente Coronel.
Al militar se le helaron las venas. Se acercó veloz a la salida. Levantó la voz:
—¿Cómo sabe que soy Ten…— Un click le hizo lanzarse contra la puerta. Era tarde: estaba cerrada por fuera.
El hombre de la bata, casi corriendo, empujó la cama por un pasillo y, sin detenerse, a través de unas puertas.
—Aguanta, Luis— decía.
La enfermera que le asistiera antes, se acercó, lo detuvo y, con un ademán, le indicó que se alejara. Revisó los signos vitales del joven. Sacó una jeringa y lo inyectó de nuevo.
—Es la segunda dosis de Naloxona.—dijo— La morfina debe ceder muy pronto.
—¿Naloxona?
—El antídoto para la morfina. ¿a poco cree que le puse Lorazepam, oficial?—Levantó la cara—¡Que lo pongan en observación!—dijo en voz alta y dos hombres empujaron la cama, llevándose al joven.
—¿Segura que va a estar bien?—preguntó el hombre de blanco.
—¡Detective!—los abordó un uniformado. —¿Qué pasa? ¿Dónde está el Coronel?
—Casi se me olvida—dijo el hombre de blanco, mientras sacaba una grabadora de su bolsillo—. Echó toda la sopa. Está encerrado en el cuarto: yo aquí termino.
El uniformado tomó la grabadora y se alejó veloz.
—Lo están esperando en la sala de médicos. —alcanzó a decir.
            El hombre se quito la bata y dirigió la vista a la enfermera.
—Entonces, Doctora ¿Luis va a estar bien?
—No se preocupe, oficial, en menos de una hora, tiene a su compañero de vuelta.