Al borde del precipicio, donde van los sueños que han de morir al alba, un caracol
incompleto contemplaba una flor. Su camino había sido arduo. Arrastrarse le
restaba vida y, sin embargo, se sentía más ligero que nunca. Su final era su presente. La esperanza se tornaba en resignación.
Abrió
la mente muchos roces atrás, cuando el tiempo era largo y el clima ligero. Al
nacer, degustó su mundo, y lo vio con amor. Sorber la belleza fue vicio; viciado
encontró que su sed era eterna. Expectante avanzó, buscando el bien que le
hacía miserable. Acechando, desgranando y absorbiendo, decidió que todo era
generación. “Todo deviene, nada es espontáneo, existe la fuente y es ahí donde
tengo que beber”. Masticó el verde bajo sus pies.
Distraído se definió y olvidó mirarse. Fue caracol por decisión y optó por arrastrar.
(Otros caracoles, prefieren empujar). Inició su vida, para buscarla. Cruzó el
valle, el único. Conocer un extremo, le aseguraba maravillas en el opuesto. Se
equivocaba y eso le otorgaba la razón.
Un
día, cansado, dejo de sorber belleza. La que le rodeaba era ínfima y vana, frente
a aquella que esperaba. Fue infeliz. “¡El desierto!” clamaba, mientras armaba
historias con barro seco en su interior. Primero, fue la prueba que lo haría
digno; luego, el crisol que lo transformaría; al final, un puñal bendito que
mataría su soberbia.
Rodeado
de vida y luz, sus espinas le hicieron luchar. Su andar fue pesado,
improbable, imposible. Cerró los ojos y encontró su vacío. Lo contempló con
odio, luego con miedo, pero muy pronto lo supo suyo. Lo abrazó. Por primera vez
se sintió completo; triste e imperfectamente completo. Trepó un poco. Tejió de
letanías su mortaja y se aisló.
De
nuevo, el alba. ¿qué es el alba, si no resurrección?
Asimilado
el vacío, abrió los ojos. Dejó el exilio y descendió sin prisa. Reconoció la
belleza y se sintió fuerte. Un aroma nuevo lo golpeó. Aclaró la vista y supo
que había llegado: el precipicio. Asomó la cabeza.
La
flor, rodeada de nada, reinaba perfecta. Era el final del valle. Estaba al borde de su vida. Ahora era uno, ligero y decidido. Su camino había instruido
la mente; el descanso, había nutrido su alma. Pero la agonía de la esperanza
era inminente. El deseo de ser uno con aquello, era invitación a caer. ¿Podía
ser tan cínica su existencia? Su mente presentaba dos caminos: la resignación
del alma contemplativa o el sacrificio del espíritu redentor. Sintió la fuerza
para ser cualquiera, la dignidad de quien puede elegir.
La
solemnidad alargó los respiros. Un caracol imperfecto contemplaba una flor.
Saltó.
El
instinto lo sacudió. Extendió sus alas y, sin esfuerzo, se posó junto a ella.
Era el río que logra ser mar. Era momento de ser uno con la belleza. Su mente
revoloteaba. Los pétalos blancos subieron y bajaron. La brisa que nació del
movimiento, lo envolvió. Con un giro, la flor fue mariposa y, antes de dejarlo
suspirar, se alejó.
Al
borde de un precipicio, donde se colocan los sueños que han de morir al alba,
una mariposa blanca fue la nueva flor, la fuente de belleza que hizo principio
del final, la que buscando, se encontró.
Querido Fernando,
ResponderEliminarMe gustaron mucho algunas imágenes poéticas que logras en tu texto. Si lo tallereas puedes pulirlo y llegar un texto más condensado y poético. Como dato cultural, me quede con la duda si es caracol u oruga.
Te mando un fuerte abrazo,
Carlos Lozada
Carlos, qué gusto. Gracias por el comentario. Tienes razón, este texto no lo he tallereado, pero me atreví a publicarlo así. En cuanto a tu pregunta, queda un poco en el aire, pero en realidad se autodenomina caracol sin jamás mirarse, lo que deja abierto el que era una oruga que no supo verse a sí misma.
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